“Espérame en el cielo, cariñito adorado, que si Dios te ha llevado, fiel
te juro ser yo…” le cantaba en la vieja radio de galena Machín a la anciana
María, que acompañaba susurrante la canción con la mirada perdida más allá de
los cristales del balcón, más allá de las nubes, pensando en aquél que la dejó
sola diez años atrás.
Mientras su cuerpo impulsaba la mecedora con
un movimiento mecánico, María deshilaba el tiempo sin ver llegar el momento de
reunirse con su amado.
A nadie esperaba, ya que nunca nadie venía a
verla a aquellas horas de la mañana, por ello se sobresaltó sobremanera al oír
los golpes que daban en su puerta.
Lenta, torpe, haciendo crujir sus doloridos
huesos, se levantó, compuso la negra toca de lana sobre sus hombros y se dirigió a la
entrada. Miró desconfiada por la mirilla metálica descubriendo a un rubio joven
de agradables facciones y ojos azules, que esperaba mirando al techo. Parecía
un ángel. Descorrió los tres cerrojos, mas la cadena, y abrió…
-¡¡Señora!! Por fin le llegó la hora – exclamó
una sonriente dentadura con traje blanco y corbata roja - ¡Vengo a traerle lo
que usted tanto tiempo esperaba!
Una sonrisa de esperanzada felicidad iluminó el arrugado rostro de
María, tan cegada por el reflejo del sol que se colaba por la ventana de la
escalera y que hacía brillar los dorados y largos cabellos del joven, que ni
siquiera se percató del grueso volumen de una enciclopedia que el risueño
visitante llevaba sujeto en su mano.
-¡Gracias Dios mío por escuchar
mis plegarias!– murmuró la anciana – Tanto tiempo esperándote… ¡Llévame con él…!
Y María se desplomó muerta ante la atónita
mirada del perplejo vendedor.
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