jueves, 15 de enero de 2015

AL OTRO LADO DE LA PUERTA



    En el suelo, frente a la puerta había un paño de cocina manchado de grasa, tirado descuidadamente sobre la blanca losa de la entrada, como una gran mácula que rompía la pureza del mármol. Al otro lado del quicio, en el interior de la casa, aguardaba el silencio revestido de penumbra, tan denso que parecía intentar persuadirme de que no entrara. Me asomé entreabriendo con la mano levemente la puerta y, tal y como nos dijo el niño, allí estaba, sentado a la mesa, la cabeza hundida en el plato igual que un cerdo sorbiendo la inmundicia, con los brazos caídos a ambos lados, lacios, inmóviles. En la nuca, como si de un toro descabellado se tratara, tenía clavado un cuchillo del que solo sobresalía la empuñadura. La sangre ensuciaba levemente su cuello y había goteado hasta dejar una pequeña mancha en sus pantalones.
    Más allá, al lado de la cocina, estaba la habitación, sin puertas, en la que la escasa luz del atardecer que entraba por la ventana permitía ver las revueltas sábanas todavía sucias y rezumando olor a tórridas y forzadas relaciones.
    Me volví hacia el muchachito que permanecía en el exterior, sujeto por los hombros por el agente que me acompañaba. Esposado, silencioso, cabizbajo, aparentemente tranquilo se movía descansando su peso ora sobre una pierna ora sobre la otra, como si jugara encerrado en su mundo interior.

     -He matado a mi padre – nos dijo escuetamente al presentarse en comisaría unas horas antes.

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