En el suelo, frente a la puerta había un paño de
cocina manchado de grasa, tirado
descuidadamente sobre la blanca losa de la entrada, como una gran mácula que
rompía la pureza del mármol. Al otro lado del quicio, en el interior de la
casa, aguardaba el silencio revestido de penumbra, tan denso que parecía
intentar persuadirme de que no entrara. Me asomé entreabriendo con la mano
levemente la puerta y, tal y como nos dijo el niño, allí estaba, sentado a la
mesa, la cabeza hundida en el plato igual que un cerdo sorbiendo la inmundicia, con
los brazos caídos a ambos lados, lacios, inmóviles. En la nuca, como si de un
toro descabellado se tratara, tenía clavado un cuchillo del que solo sobresalía
la empuñadura. La sangre ensuciaba levemente su cuello y había goteado hasta
dejar una pequeña mancha en sus pantalones.
Más
allá, al lado de la cocina, estaba la habitación, sin puertas, en la que la escasa
luz del atardecer que entraba por la ventana permitía ver las revueltas sábanas
todavía sucias y rezumando olor a tórridas y forzadas relaciones.
Me
volví hacia el muchachito que permanecía en el exterior, sujeto por los hombros
por el agente que me acompañaba. Esposado, silencioso, cabizbajo, aparentemente
tranquilo se movía descansando su peso ora sobre una pierna ora sobre la otra,
como si jugara encerrado en su mundo interior.
-He matado a mi padre – nos dijo escuetamente al presentarse en
comisaría unas horas antes.
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