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Y
cuando el sol escondió sus últimas luces tras las montañas, se encendieron las
fogatas que abrirían el camino a aquéllos que participaban en el rito de
iniciación. Y la inmensa y sagrada pira en el centro del poblado donde tendría
lugar la ceremonia.
Se escucharon primero los largos y profundos
sonidos de los ébunnus, como un lamento, cada uno con su peculiar gravedad.
Aquellos largos tubos, hechos con el grueso tallo central de ciertas plantas
salvajes de grandes y carnosas hojas espinadas conocidas como ebú, propias de
las zonas más áridas, reposaban sobre pequeñas tarimas de madera mientras los
ébunnais hacían vibrar sus labios en su extremo con fuerza produciendo esa
oscura voz que semeja proceder de lo más profundo de la tierra.
Y a su llamada, que daba comienzo a los
ritos y la fiesta con la que arrancaba la
gebhet-nesohé, fueron acudiendo poco a poco todos los habitantes de
Mahzheg.
Iniciando
la procesión marchaba la shei-Uwané, la sacerdotisa de la aldea, portando un
báculo rematado en su extremo por el símbolo del dios Anú, la plateada estrella
de cuatro puntas dentro de un círculo amarillo con el ojo del dios que todo lo
ve, la acompañaba del shú-Togma, el chamán, y tras ellos caminaban sus
discípulos pintado con cenizas su rostro como símbolo de su ignorancia. Seguían
los músicos haciendo sonar las silimas, arrancando sinuosas y gozosas notas de
aquellas peculiares flautas de cinco caños, y los tanucs de diferentes tamaños
y tonos llevando el ritmo con su golpeteo. A continuación el grupo de guerreros
danzantes, armados con cortos venablos y pequeños escudos redondos que
golpeaban con el arma mientras pateaban el suelo, produciendo un alegre
tintineo con los cascabeles que ceñían sus tobillos; algunos de ellos cubrían
su cabeza con una representación de animales, desde ciervos hasta osos, cuya
simbología tenía importante función dentro
de las danzas que se realizarían a lo largo de la noche.
Detrás de ellos iba el shú-Velhú, el
conservador de la memoria, acompañado de su discípulo y precediendo a los
portadores de las ofrendas para los dioses y los regalos para los aspirantes.
Cerraban la procesión el resto de
habitantes de la aldea, algunos con antorchas que luego arrojarían a las
hogueras, siguiendo con palmas y silbos
los ritmos que producían los músicos.
Llegada la totalidad de la comitiva hasta
la plaza y situados formando un gran círculo alrededor de la enorme fogata
callaron las músicas y los sones y el silencio se hizo dueño de la noche,
escuchándose sólo el crepitar de los troncos en el fuego. Se adelantó la
shei-Uwané y pronunció las palabras rituales de inicio tras lo cual, sin que se
quebrara el silencio, avanzaron los portadores de las ofrendas dividiéndose en
tres grupos y, a una indicación de la shei-Uwané, lanzaron cuanto llevaban a la
hoguera para que fuera consumido por el fuego purificador y, convertido en
humo, se elevara hasta los dioses que contemplaban la ceremonia desde las
alturas.
Sonaron de nuevo los ébunnus por tres
veces y a una indicación de la shei-Uwané se abrió un pasillo entre los
asistentes para dar entrada a los aspirantes, momento éste en que retornaron
los sones de los músicos y los gritos y cánticos de los danzantes que llenaron
de nuevo la noche con su rítmico sonido. Marchaban los jóvenes aspirantes
acompañados por aquél que debería presentarlos durante la ceremonia.
A Nekai, la muchacha, la guarecía su padre
Seitrén, el herrero de la aldea, conocido por su bravura en la lucha y por su
fuerza descomunal. El arma que había elegido y que portaba su progenitor era una
maza forjada por éste, que contrastaba grandemente con el aspecto de la joven,
aparentemente frágil.
A Herdiok, el gigantón, le acompañaba su
orgulloso padre Treniok, al que superaba el joven en altura poco más de un
palmo, y que sujetaba con firmeza el hacha de doble filo preferida por su hijo,
la misma que tres generaciones de su familia había portado con honor y
valentía.
El último en entrar fue Neguré, con el
semblante serio y concentrado, caminando con paso firme junto a su hermano
Loreión, que asía en su mano derecha la lanza por la que había optado el chico.
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