...
De Jacinto Pérez solamente
supe aquello que él mismo quiso contarme, que era de un lugar llamado
Piedrahita de Castro y que estudió en el Colegio Mayor San Bartolomé, en
Salamanca, donde por su escasez de medios dejó los estudios con el título de
bachiller. Me explicaba que tan escaso andaba de recursos que fueron muchos los
días que tuvo que alimentarse de la llamada sopa
boba ofrecida en los conventos a los estudiantes sin posibles. Marchó
primero a Valladolid, donde malvivió durante un tiempo hasta que, conseguida
carta de recomendación por mediación de una gentil dama agradecida por sus servicios amatorios, se trasladó a
Valencia para trabajar en la notaría de Bartomeu
Ferragut, donde de muchas y muy variadas tropelías fue testigo hasta que, harto
de tantas desvergüenzas y abusos en la persona de los más débiles, abandonó el
empleo para ganarse la vida enseñando a los que menos saben, a veces sin cobrar
ni un ral por su trabajo y otras veces cobrando en especies, lo que le permitía
por lo menos comer todos los días y sentirse digno y satisfecho consigo mismo.
Vivía en una habitación arrendada a un carnicero, en la parte alta de su
comercio, a cambio de enseñar a leer y escribir a sus tres hijos. Todo era
aceptable en su vida hasta que empezó a frecuentar lugares de juego en el
burdel, adquiriendo deudas que no podía pagar con gentes de mal perder. Y en
ese trance se hallaba cuando nos conocimos.
Ocurrió, mediado el
mes de marzo del año trece, que volvíamos oscurecido ya Samuel y yo de hacer
una entrega de tejidos a un mercader que tenía su almacén en la parte sur de la
ciudad, próximo a la calle de Les Barques,
en el que fuera barrio de pescadores, donde aún se construían y reparaban las
pequeñas naves que luego eran usadas en El Grao para la descarga de los navíos
y para la pesca.
Samuel empujaba el
carro vacío y yo caminaba a su lado llevando por precaución el montante fijado
al cinto, pues la pequeña espada que me regalara mi padre resultaba algo
pequeña para la defensa en caso de ataque de algún maleante. Después de la
agresión de que fuimos víctimas Salvador y yo años atrás llevaba siempre un
arma conmigo y más ahora que, instruido por Jordá, sabía de su manejo. Samuel
decía que con un buen garrote, que siempre portaba en el carro, se puede
ahuyentar a cualquiera desarrapado que intente asaltarte.
Llegando a la calle
de Eixarchs, próximos ya al taller,
escuchamos griterío y sonidos propios de una pelea, cruzándonos con algunos que
se alejaban por no verse involucrados.
―¡Favor! ¡Ayuda, por
el amor de Dios! ―gritaba alguien, apagadas sus voces por los golpes que le
daban.
Samuel y yo dejamos
el carro y corrimos hacia el lugar del vocerío, él con el garrote en su mano y
yo con la espada. Al girar la esquina vimos, tirado en el suelo, a un sujeto
que intentaba zafarse de los golpes que le propinaban otros tres con palos.
―¡Teneos! ―gritó
Samuel enarbolando su garrote.
―¡Dejadle, canallas!
―grité yo.
Al oírnos, se
giraron los tres apaleadores.
―No os metáis donde
no os llaman ―dijo uno de ellos―, éste es un negocio privado y nada tiene que
ver con vosotros.
―Ya le habéis oído ―dijo
otro―, haced camino y dejadnos impartir justicia.
―¿Justicia decís? ―intervine
yo― ¿Y hacen falta tres hombres para hacer justicia apaleando a otro indefenso?
¿De qué justicia habláis vos? ¿De la que se imparte en un callejón apartado y
al amparo de la oscuridad?
―¡No les hagáis
caso! ―clamó el apaleado― ¡Son unos asesinos que sólo quieren matarme!
―¡Calla, comadreja! ―le
dijo el tercer hombre, dándole una patada en la boca― ¡Si pagarais vuestras
deudas, nada os sucedería!
―¡Dejadle ya ―terció
Samuel―, o nos veremos obligados a pedirlo de otra manera!
―¡Vaya! Nos han
resultado valientes los chicos, defensores de malnacidos, estafadores y
comadrejas que no pagan. Al final será divertido este asunto ―comentó el
primero tirando el palo y sacando su espada.
―Ahora sí que morirá
alguien, y no será éste desgraciado ―habló el segundo haciendo el mismo gesto
de lanzar la fusta y sacar su arma.
Samuel y yo nos miramos
temiendo haber ido demasiado lejos en nuestra bravata, pues aspecto de maleantes tenían aquellos
tipos y posible era que aquello acabara mal.
―No es nuestro deseo
que nadie salga malherido ―dijo Samuel―. Mejor será que dejemos las cosas como
están y os vayáis en buena hora pues, por lo que veo, ya habéis dado una buena
tunda al desgraciado ése que, si persistís en vuestro castigo, dudo que le
quede vida para pagar ninguna deuda.
―¿Vais a tener miedo
ahora? ―habló el segundo―. A ver si, aunque traéis con vosotros las armas, os
habéis dejado los cojones en casa.
Rieron los tres las
palabras de éste.
―¡No me dejéis aquí!
―suplicó el herido― ¡Me matarán!
―¡He dicho que os
calléis! ―insistió el tercero que no se había movido de su lado y le pateó el
costado―. Callad, u os arrancaré la lengua.
Sinceramente no
sabíamos que hacer, pues mal sería arredrarse y marchar ya que significaba la
muerte de aquel desgraciado y mal quedarse y luchar pues podría significar la
nuestra también.
―Mal arreglo tiene
la cuestión, rapaces ―terció el primero de los hombres― puesto que las armas ya
están en nuestras manos, vosotros decidís si tiráis las vuestras al suelo y
corréis con los calzones meados o aceptáis el riesgo de morir atravesados por
estas espadas.
Quedamos los cuatro
quietos estudiándonos, ellos esperando que saliéramos corriendo, nosotros
esperando un milagro que nos librara de la lid. El segundo hombre entrecerró
los ojos y quedó mirándome con fijeza, tras lo cual puso su mano sobre el
hombro del compañero deteniéndolo.
―Espera Jimeno,… yo
conozco a ese muchacho.
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