domingo, 21 de diciembre de 2014

FRAGMENTO DE MI NOVELA "DE ESPINAS Y ROSAS. MEMORIA DE JOHAN PONS"



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De Jacinto Pérez solamente supe aquello que él mismo quiso contarme, que era de un lugar llamado Piedrahita de Castro y que estudió en el Colegio Mayor San Bartolomé, en Salamanca, donde por su escasez de medios dejó los estudios con el título de bachiller. Me explicaba que tan escaso andaba de recursos que fueron muchos los días que tuvo que alimentarse de la llamada sopa boba ofrecida en los conventos a los estudiantes sin posibles. Marchó primero a Valladolid, donde malvivió durante un tiempo hasta que, conseguida carta de recomendación por mediación de una gentil dama agradecida por sus servicios amatorios, se trasladó a Valencia para trabajar en la  notaría de Bartomeu Ferragut, donde de muchas y muy variadas tropelías fue testigo hasta que, harto de tantas desvergüenzas y abusos en la persona de los más débiles, abandonó el empleo para ganarse la vida enseñando a los que menos saben, a veces sin cobrar ni un ral por su trabajo y otras veces cobrando en especies, lo que le permitía por lo menos comer todos los días y sentirse digno y satisfecho consigo mismo. Vivía en una habitación arrendada a un carnicero, en la parte alta de su comercio, a cambio de enseñar a leer y escribir a sus tres hijos. Todo era aceptable en su vida hasta que empezó a frecuentar lugares de juego en el burdel, adquiriendo deudas que no podía pagar con gentes de mal perder. Y en ese trance se hallaba cuando nos conocimos.
Ocurrió, mediado el mes de marzo del año trece, que volvíamos oscurecido ya Samuel y yo de hacer una entrega de tejidos a un mercader que tenía su almacén en la parte sur de la ciudad, próximo a la calle de Les Barques, en el que fuera barrio de pescadores, donde aún se construían y reparaban las pequeñas naves que luego eran usadas en El Grao para la descarga de los navíos y para la pesca.
Samuel empujaba el carro vacío y yo caminaba a su lado llevando por precaución el montante fijado al cinto, pues la pequeña espada que me regalara mi padre resultaba algo pequeña para la defensa en caso de ataque de algún maleante. Después de la agresión de que fuimos víctimas Salvador y yo años atrás llevaba siempre un arma conmigo y más ahora que, instruido por Jordá, sabía de su manejo. Samuel decía que con un buen garrote, que siempre portaba en el carro, se puede ahuyentar a cualquiera desarrapado que intente asaltarte.
Llegando a la calle de Eixarchs, próximos ya al taller, escuchamos griterío y sonidos propios de una pelea, cruzándonos con algunos que se alejaban por no verse involucrados.
―¡Favor! ¡Ayuda, por el amor de Dios! ―gritaba alguien, apagadas sus voces por los golpes que le daban.
Samuel y yo dejamos el carro y corrimos hacia el lugar del vocerío, él con el garrote en su mano y yo con la espada. Al girar la esquina vimos, tirado en el suelo, a un sujeto que intentaba zafarse de los golpes que le propinaban otros tres con palos.
―¡Teneos! ―gritó Samuel enarbolando su garrote.
―¡Dejadle, canallas! ―grité yo.
Al oírnos, se giraron los tres apaleadores.
―No os metáis donde no os llaman ―dijo uno de ellos―, éste es un negocio privado y nada tiene que ver con vosotros.
―Ya le habéis oído ―dijo otro―, haced camino y dejadnos impartir justicia.
―¿Justicia decís? ―intervine yo― ¿Y hacen falta tres hombres para hacer justicia apaleando a otro indefenso? ¿De qué justicia habláis vos? ¿De la que se imparte en un callejón apartado y al amparo de la oscuridad?
―¡No les hagáis caso! ―clamó el apaleado― ¡Son unos asesinos que sólo quieren matarme!
―¡Calla, comadreja! ―le dijo el tercer hombre, dándole una patada en la boca― ¡Si pagarais vuestras deudas, nada os sucedería!
―¡Dejadle ya ―terció Samuel―, o nos veremos obligados a pedirlo de otra manera!
―¡Vaya! Nos han resultado valientes los chicos, defensores de malnacidos, estafadores y comadrejas que no pagan. Al final será divertido este asunto ―comentó el primero tirando el palo y sacando su espada.
―Ahora sí que morirá alguien, y no será éste desgraciado ―habló el segundo haciendo el mismo gesto de lanzar la fusta y sacar su arma.
Samuel y yo nos miramos temiendo haber ido demasiado lejos en nuestra bravata,  pues aspecto de maleantes tenían aquellos tipos y posible era que aquello acabara mal.
―No es nuestro deseo que nadie salga malherido ―dijo Samuel―. Mejor será que dejemos las cosas como están y os vayáis en buena hora pues, por lo que veo, ya habéis dado una buena tunda al desgraciado ése que, si persistís en vuestro castigo, dudo que le quede vida para pagar ninguna deuda.
―¿Vais a tener miedo ahora? ―habló el segundo―. A ver si, aunque traéis con vosotros las armas, os habéis dejado los cojones en casa.
Rieron los tres las palabras de éste.
―¡No me dejéis aquí! ―suplicó el herido― ¡Me matarán!
―¡He dicho que os calléis! ―insistió el tercero que no se había movido de su lado y le pateó el costado―. Callad, u os arrancaré la lengua.
Sinceramente no sabíamos que hacer, pues mal sería arredrarse y marchar ya que significaba la muerte de aquel desgraciado y mal quedarse y luchar pues podría significar la nuestra también.
―Mal arreglo tiene la cuestión, rapaces ―terció el primero de los hombres― puesto que las armas ya están en nuestras manos, vosotros decidís si tiráis las vuestras al suelo y corréis con los calzones meados o aceptáis el riesgo de morir atravesados por estas espadas.
Quedamos los cuatro quietos estudiándonos, ellos esperando que saliéramos corriendo, nosotros esperando un milagro que nos librara de la lid. El segundo hombre entrecerró los ojos y quedó mirándome con fijeza, tras lo cual puso su mano sobre el hombro del compañero deteniéndolo.
―Espera Jimeno,… yo conozco a ese muchacho.
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