- ¡Bicho gafoso de mierda!
- ¡Excremento patizambo de
dragón!
- ¡Viejo enano barrigudo y feo!
- ¡¡¡Silencio!!! –exigió la niña harta
de oír sus insultos, sin elevar demasiado la voz para que no la oyera su padre,– ¡Volved
al armario y dejadme dormir en paz!
Cuando desaparecieron rezongando los
monstruos, esos que la visitaban cada noche en el momento en que su padre
cerraba la puerta y apagaba la luz de su habitación, la pequeña se cubrió con
la sabana y apretó fuertemente los párpados para traer la brillante oscuridad
colmada de puntitos de luz a sus ojos, al tiempo que pronunciaba las palabras mágicas
para transformarse, una vez más, en una minúscula luminaria y poder viajar así
hasta las estrellas.
Dejó su cuerpo dormido en la cama,
cubierto hasta la cabeza para que ningún bicho malencarado de los que se
esconden en los rincones, en los armarios y debajo de las camas, la descubriera
y la hiciera volver de nuevo para espantarlo.
Y, a caballo de una mágica
libélula, voló hacia el firmamento estrellado para reencontrarse, allá en el
cielo, con su mamá, que la recibiría con los brazos abiertos para darle un
tierno beso y arrullarla con una dulce nana entre nubes de algodón, como le
prometió que haría cada vez que ella la necesitara.
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