martes, 16 de diciembre de 2014

DESEO



   Salvo, quizás, por aquella casi imperceptible gota de sangre seca en el pañuelo con el que cubría su cuello, nada la delataba.
   La recepción se hacía interminable, no encontraba con quien saciar su erógena necesidad, su sed. Comenzaba a sopesar la posibilidad de salir de allí, de escapar a otro lugar.
    Súbitamente los rostros de quienes la rodeaban se volvieron borrosos, invisibles, sólo tuvo ojos para verlo a él. Sus miradas se cruzaron por un momento descubriéndose, en el brillo de sus pupilas, el deseo que los encendía. Ella sintió de nuevo el fuego corriendo por sus venas, ese fuego irresistible que la quemaba por dentro. Se acercó hasta el hombre y rozó como por descuido su pierna con los dedos, consiguiendo que él sonriera, cómplice de su insinuación. Con un leve movimiento de los ojos lo invitó a que la siguiera, fuera, lejos de aquella masa amorfa de rostros sin vida: lo necesitaba. Él asintió levemente con la cabeza y tomó la mano que ella le tendía con disimulo.
   Abandonaron el bullicioso salón para entrar, sin ser vistos, en la biblioteca. Él cerró la puerta por dentro y se volvió para mirar detenidamente a la bella mujer, al tiempo que deshacía la pajarita de su cuello y dejaba caer la chaqueta del smoking.
    Tras un  largo y apasionado beso que los llevó hasta la mullida alfombra, ella le abrió con furia la camisa besando cada milímetro de la piel de su pecho y él apartó con ardor el fino pañuelo de seda que cubría el cuello de la mujer llevando su dedo con amorosa sensualidad por la curva de su pequeña oreja, perfilando su barbilla, acariciando la delicada tersura de su mejilla, la suavidad de sus finos parpados, de sus pestañas, delineando la  perfección de sus entreabiertos labios.
    En una repetida ceremonia de lujuria y ansiedad irrefrenable descubrieron de ropas sus cuerpos hasta quedar desnudos y tomarse el uno al otro: el deseo se hizo carne fundiéndolos en una frenética y desesperada lucha por dominar el placer, derramándose él dentro de ella más de una vez.
     Después, ahíto él, derrumbado, derrotado por la violencia de tanta pasión desbocada, buscó ella, trepando ronroneante por el cuerpo del vencido, el perfecto cuello del hombre y, con un rápido e inesperado movimiento, clavó sus colmillos para succionar con deleite, con ávido gozo, la sangre de su amante, sintiendo que renacía vigorosa con aquel cálido néctar, como siempre le ocurría.

     Aquella vez su víctima apenas opuso resistencia.

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