miércoles, 18 de marzo de 2015

LA ÚLTIMA FALLA



     Aquel año fue el tercero que se plantó falla en la recoleta plaza, frente al convento de clausura. Fue el tercero y el último puesto que meses después estalló la revuelta militar y la mayoría de los componentes de la joven comisión, como Paco el chufa, Lluiset el de la harina, María la costurera, Pepa la pescadera, Jesús el carbonero o Miquel el pintor tomaron las armas para defender a la amenazada República y todos cayeron, en los años siguientes, en la sangrienta contienda que tan profundas heridas dejó en cuerpos y almas. Nunca más se volvió a rehacer la Comisión, nunca más se plantó falla en aquella plaza, entre otras razones, porque con las remodelaciones urbanísticas desapareció la plaza, llevándose el Convento a los extrarradios de la ciudad.
     Pero bueno, explicaba yo que aquel  año de 1936 se plantó falla y fue sonada, muy sonada.

     Había estado trabajando durante meses el entusiasta grupo de falleros para realizar una falla al más puro estilo tradicional. Quisieron hacer una falla que fuera sencilla a la vez que crítica con algunos personajes del barrio. Un modesto catafalco sobre el que pondrían hasta seis ninots hechos con el esqueleto de madera y las manos, pies, cabeza y algunas otras partes visibles de cera, vestidos con ropas confeccionadas por ellos o donadas por el vecindario.
      Lo llevaron en el más estricto secreto. Nadie sabía de qué iba a tratar la falla de aquel año excepto los siete jóvenes que realizaron la tarea en la trapería de Tomás, al que llamaban el Bakunin por sus inclinaciones anarquistas y libertarias.
     Se plantó, como era preceptivo, el día 17 de marzo, en la madrugada, aprovechando la oscuridad para que fuera mayor la sorpresa de los vecinos cuando la vieran al día siguiente. Y grande fue, sobretodo para los implicados, la sorpresa y la indignación. Sobre el negro catafalco de apenas un metro de alto se alzaba un fondo pintado que representaba la plaza con el convento a un lado, frente al cual estaba el párroco con su cara de bollo, llevando colgada a su derecha a una joven monja de angelical rostro y abultado vientre de embarazada, y a su izquierda aferrada con amoroso gesto a una conocida prostituta del barrio. Al otro lado ante la imagen de la mansión de la familia Llopis situaron a un esmirriado obrero a cuatro patas, sobre cuyo lomo sentaba Don Juan Llopis, el patriarca, contando un fajo de billetes y tras de él su hijo Pablo en acción de golpear al desgraciado obrero en el trasero con el yugo y las flechas, símbolo inequívoco de su ideología. Ambos, padre e hijo, vestidos con el uniforme de la Falange a la cual pertenecían. Unos jocosos e hirientes versos, escritos por Tomás, el Bakunin, remataban tan explícito monumento
     Huelga decir que el escándalo fue mayúsculo y aquella misma mañana, mientras preparaban los de la Comisión una verbena en la calle, se presentaron los Llopis junto con el párroco a exigir que se pusiera fin a tan zafia ofensa. Tras una acalorada discusión y ante la rotunda negativa de los falleros a desmantelar el monumento, marcharon jurando que aquello tendría graves consecuencias.
     Nadie esperaba que al atardecer, cuando la verbena estaba en sus inicios y los jóvenes comenzaban a bailar al son de pasodobles, fox-trot, tangos y otros ritmos del momento, aparecieran en la plaza hasta una docena de fornidos falangistas con camisa azul y correajes dispuestos a repartir mamporros y derribar la falla. En un momento se armó la de San Quintín, volaron mesas, sillas, botellas y se hizo uso de cualquier objeto que sirviera para golpear, participando en la barahúnda hombres y mujeres. Solo la autoritaria intervención de Don Cosme el guardia civil y de Don José el municipal, consiguieron imponer orden, calmar los ánimos y controlar la situación que se saldó con tres cabezas abiertas y dos brazos rotos entre los falleros, amén de contusiones y heridas diversas, y con cinco falangistas inconscientes que tuvieron que ser acarreados por sus camaradas, entre los que se encontraba, como es de suponer, el joven Llopis.
     Pero no acabó ahí la cosa pues cuando las sombras ocuparon la plaza y los falleros se retiraron a dormir, doloridos, risueños y cansados, aparecieron de nuevo los falangistas encabezados por Pablo Llopis llevando algunas botellas llenas de petróleo con el que rociaron el controvertido monumento, aunque no contento con ello rompió el violento joven una de las ventanas de la trapería de Tomás y lanzó combustible por ella. El fuego brotó con furia lamiendo hasta consumir en un periquete la falla, que ardió como era su sino pero antes de lo que le correspondía. En cuanto a la trapería ardió también, devorando con saña las llamas cuanto en el local guardaba Tomás y llevándose voraces con ellas la vida del joven trapero y las de sus dos hijos que dormían dentro y no tuvieron tiempo de escapar del incendio.
     Todos supieron quien fue el causante de tan brutal tragedia pero nada se pudo probar.

     Después, como ya he dicho, vendría la rebelión de una parte de ejército, en lo que vino a llamarse eufemísticamente “El Alzamiento Nacional”, y que fracasó inicialmente en Valencia. Las purgas, las quemas de iglesias, el asalto al convento, los camiones hacia el frente. La huida de la familia Llopis, cuyo hijo murió en el asedio de Madrid. El letargo de la fiesta durante tres largos y dolorosos años.

     Contaba antes que nunca más volvió a plantarse falla en aquella plaza y debo añadir que una de las razones, la principal, estuvo en la firme oposición de Don Juan, el patriarca de la familia Llopis, que llegó a ocupar un alto cargo en el gobierno de la ciudad y que nunca olvidó la afrenta recibida en la que fue la última falla de aquellos falleros, tan liberales, tan irreverentes, tan ofensivos, tan jóvenes…

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