Poniendo
todo el amor que su corazón es capaz de albergar las besa tiernamente, en un
rito repetido cada noche, descubriendo nuevos labios en la semioscuridad de la
sala débilmente iluminada por las amarillentas luces de emergencia.
Cuentan
que hace tiempo una de ellas despertó y marchó enamorada para siempre de aquél
que le dio el beso, y Fausto insiste obstinada, amorosa, religiosamente.
Está
convencido de tener esa facultad.
Cada
noche abandona su carrito de la limpieza ante la puerta y penetra en el
silencio del almacén para repartir sus besos de amor, sus besos de vida, entre
las hermosas figuras desnudas de los maniquís que allí reposan.
Quién
sabe, quizá algún día se produzca el milagro…
JF.
01.02.2016
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