Fiesta en el palacio. Se celebra el esperado embarazo de la princesa.
Por
fin, después de tres años de matrimonio, el heredero había conseguido fecundar
a la bella princesa y ello a pesar de su distante relación y del disoluto y
poco regio proceder de aquel penoso e innoble personaje, tan hermoso como
estúpido.
Unas
groseras risotadas, acompañadas por las cantarinas risas de dos jóvenes
gargantas femeninas, anunciaron la llegada del príncipe.
Fue una entrada espectacular, como de
costumbre.
Evidentemente ebrio y abrazado o, dicho con mayor propiedad, sujetándose
en los brazos de dos bellas muchachas, hizo su aparición, estrafalario como
siempre, el necio, filógino, inmaduro y malcriado heredero de la corona. Pantuflas
rojas, pantalones bombachos estampados, camisa naranja y pañuelo morado de seda
al cuello. Acompañado por la música de la orquesta real, inició el descenso de
la marmórea escalinata del salón, mas al llegar a los últimos peldaños le falló
un pié y cayó arrastrando con él a las bellezas que lo sustentaban, dando con
sus cuerpos en medio de los invitados, provocando contenidas burlas y un
silencio que se acentuó al interrumpir su tocata los músicos. El príncipe alzó su
enturbiada cabeza apartando los dorados cabellos que le tapaban los ojos,
sonrió bobaliconamente y vomitó sobre una de las jóvenes que lo acompañaban y
que permanecía tumbada riendo a su lado.
La reina madre miró entristecida a la
princesa, que lloraba su vergüenza ocultando su rostro con un pañuelo de seda,
mientras abrazaba su incipiente preñez.
-Pobre niña mía ¡Por qué le darías aquel beso!
-murmuró moviendo su coronda cabeza- ¡Era
mil veces mejor entonces como sapo en la charca que ahora como hombre en palacio!
JF. 01.05.15
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