lunes, 9 de febrero de 2015

UN SOLO DE VIOLÍN



     Verdaderamente aquello no era una delicia para los sentidos. Mientras el niño atacaba el violín con inusitado vigor y desafortunada pericia, su madre, embelesada, me miró de soslayo como haciéndome partícipe de su ciega admiración. Yo cerré mis ojos aparentando concentrarme y moví lentamente la cabeza intentando inútilmente seguir el ritmo de una inexistente melodía, que pretendía ser la Sonata en B menor de List.
     Soportar los desagradables chirridos que del instrumento extraía el pequeño era una auténtica declaración de intenciones por mi parte.
     Ya durante la cena, la glotonería y la impertinencia del muchacho me incitaron a salir corriendo o abofetearlo, pero supe contenerme y sonreír. La belleza de su madre eclipsaba cualquier otra sensación.
     En breve, estaba seguro, el pequeño diablillo se iría a dormir y yo disfrutaría al fin del ardiente y escultural cuerpo de aquella mujer que había conocido días atrás en un concierto en el Palau, envueltos ambos por las vibrantes melodías de Mahler.
     Súbitamente el violinista detuvo su desconcertante sonata, lo que me hizo abrir los ojos pensando que el martirio había concluido. Pero no, no era ése el motivo  de la interrupción.
     Mama, tengo angustia… dijo apartando el instrumento de su cara. 
     Y, sin compasión, desató una auténtica catarata de mal digeridos alimentos por la boca, que se desparramó sobre el suelo y sobre mis pantalones…
     Fue un glorioso improvvisato finale brioso.

     Todo se complicó, todo salio mal.
    
     El ardiente cuerpo de la madre acabó en la cama con el concertista y yo… yo terminé dormido en un sofá maldiciendo mi suerte, sin pantalones y abrazado al violín.

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