En
la desconchada pared del fondo todavía podía leerse escrito en estilo ruq`a y trazos negros “Si me das a elegir una sola palabra me
quedo con la PAZ. De vida, de mente, de espíritu”; en el suelo una foto de
familia, roto el cristal del marco, donde un hombre de grueso bigote estaba
rodeado por tres niños y dos niñas. Colgado en otra pared, como una isla, un
cartel presentando al “che” Guevara luciendo boina de comando con una roja
estrella, y escrito con letras blancas y en inglés: “Más vale morir de pie que vivir arrodillado”.
No
pudo evitar el joven soldado que una leve sonrisa acudiera a sus labios.
Entró
con precaución en la habitación llena de cascotes donde, junto a un armario sin
puertas y una mesita milagrosamente impoluta, había una rota cama con un viejo
colchón de borra de lana, tintado por lo que parecía ser sangre.
Miró
precavido hacía el agujero que debió ser ventana un día, por donde pudo ver a
su compañero apuntando con su arma la cabeza de un muchacho de apenas doce años
que, arrodillado de espaldas a él, lloraba con la manos en la nuca.
Sonó
un disparo y el retenido cayó hacia delante con el cráneo destrozado.
Aquello
le producía un tremendo dolor de estómago y unas nauseas casi inaguantables,
pero había aprendido a convivir con ello.
Junto
al desvencijado lecho, descubrió una sucia muñeca a la que le faltaba un brazo que trajo a su memória la imagen dolorosa de su hermana, tullida por un maldito misil. Por un instante perdió la necesaria
concentración.
Justo
en ese momento salió de debajo de la cama un niño de no más de siete años,
saltando como un felino hacia él.
-¡Dios
es grande! –gritó el niño al tiempo que se aferraba a sus piernas con un
explosivo en la mano...
JF. 30.01.2016
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