Cuando Doña Rosa, mujer de
indiscutido buen ver y mejor yacer, levantó la vista queriendo agradecer al
joven clérigo el vaso de agua que éste le ofrecía para que repusiera las muchas
lágrimas de cocodrilo vertidas por su difunto anciano esposo, todavía de cuerpo
presente, sintió que su corazón se aceleraba y un sofoco irrefrenable encendía
su rostro y su nada virginal entrepierna.
-¡Confesión! –demandó ardorosa ella, mirando
al párroco a los ojos, en tanto las viejas plañideras, que en la habitación lloraban
por la muerte del bueno de Don Crisóstomo, cabecearon mostrando en sus labios un
incontenido gesto de censura.
Después todo sucedió con
rapidez, pasados a la habitación contigua confesor y pecadora, despojaron de vestimentas sus
cuerpos, mientras musitaban oraciones de perdón, mil veces repetidas y sobadas.
-¡Ah, Don Juan! –suspiró la penitente hallándose próxima al éxtasis.
-Decidme Doña Rosa –murmuró él,
agobiado por los movimientos que sobre ella ejercitaba.
-¡Vos sí que sabéis consolar a
una viuda!
-¡Y vos confesaros con devoción
incontenible, Doña Rosa! –exclamó vehementemente el joven tonsurado.
JF. 20.03.15
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