Tuyo es el recuerdo,
padre.
Por la ventana que daba al
deslunado, la misma por la que entraban los grasientos olores de las cocinas a media
mañana y por las tardes, se escuchaba el irritante llanto de un bebé, rabioso,
persistente, provocando finalmente que se encendieran en el piso de abajo las
luces de la cocina, poco después volvió
el silencio y la oscuridad a la todavía noche cerrada.
Miguel
sorbía con prisa la caliente leche con malta, a medio camino entre sentarse y
ponerse de pie. Con el penúltimo sorbo salió casi de estampida dejando un poco de
su líquido y magro desayuno en la taza, dándole un rápido beso a la somnolienta
María, al paso, mientras ésta le abría la puerta de la casa.
Si no corría iba a perder el tranvía y como
consecuencia llegaría tarde al trabajo, algo que no se podía permitir dados los
tiempos que se vivían. Galopó, como casi siempre, hasta llegar a la parada, donde
en ese momento iniciaba su salida el eléctrico vehiculo con cuernos de metal y
venas de hierro. Agarrándose con determinación a la barra saltó con un pie
sobre el estribo, para entrar como una tromba en la vacía plataforma.
Sentó junto a una ventana, detrás de un
guardia civil que, imperturbable, cabeceaba con el tricornio puesto. Dos
enlutadas ancianas y un muchacho con mono de mecánico y una rueda de bicicleta
completaban el pasaje.
En
las siguientes paradas subieron dos obreros que, como él, iban a la fábrica y
que Miguel conocía de vista, por lo que los saludó con gesto cansado. Luego
cerró los ojos apoyando su brazo en el marco de la ventanilla y su cabeza en la
mano. No dormía, solo reposaba hasta su parada.
Le
sobresaltó el zarandeo de una mano que lo tomaba por el hombro.
-¡Despierta
compañero! –le dijo quien lo zarandeaba- hemos llegado a nuestro agujero.
Cuando
las luces del alba aún no tintaban la oscuridad, atravesó la portalada que se
abría en el muro que rodeaba la fábrica. “Talleres Devis”, rezaba un gran
rótulo con letras góticas negras. A la hora en punto se unió a las filas de
hombres que entraban y, tras fichar, fue hasta las taquillas bromeando con los
compañeros sobre la deseada derrota del Madrid a manos del Valencia en el
partido del próximo domingo, percatándose al llegar allí que no llevaba el bocadillo
para la comida; se habría quedado sobre la mesa, junto al desayuno. No era la
primera vez.
“¡Bueno!
–pensó– ya comeré cuando vuelva a casa. Un día de ayuno jode pero no mata”, y
se cambió de ropas para ponerse el mono de trabajo. Sería un día duro, pero no
más que los vividos en el frente apenas unos meses atrás, ¡ni mucho menos!
Inconscientemente se llevó la mano al pecho,
como si quisiera tocar la esquirla de metralla que se alojó cerca de su corazón
en la batalla del Ebro. Y caminó rodeado por los otros obreros hasta el
interior de la nave, donde el golpeteo de los martillos, el ruido de las máquinas
y el bufido de las forjas los recibió como música de fondo, dando la bienvenida
al turno que ahora llegaba.
Miró Miguel sus llagadas manos y se puso los
desgastados y rotos guantes, heredados de un compañero muerto días antes,
rogando a un Dios en el que no creía que le protegieran un poco las heridas
todavía tiernas.
Sí, sería un duro día, pero al menos al
terminar la jornada recogería el sobre del jornal. Los sábados, a falta de
otras, tenían la alegría del cobro semanal.
Cuando
sonó la sirena, él y los demás ya estaban en su puesto de trabajo dispuestos a
comenzar la tarea. Los compañeros del turno anterior salían, cabizbajos y derrotados,
hacia los vestuarios.
La maquinaria, engrasada con su sudor y su
sangre, no podía detenerse, la victoriosa cruzada exigía el sacrificio de los
vencidos para levantar el maltrecho país, llenando de paso los bolsillos de los
vencedores que, magnánimos, daban de comer a aquel tropel de rojos permitiéndoles colaborar en la
reconstrucción de la patria.
-¡Miguel…!
¡Miguel…!
La
voz le sonó a la vez lejana y cercana. Todavía retumbaba en su cabeza la
terrible explosión que lo levantó del suelo y lo lanzó, como a un muñeco de
trapo, varios metros hacia delante. Sentía una fuerte quemazón en su espalda,
como si lo atravesaran con un hierro al rojo vivo. Haciendo un esfuerzo y sin
lanzar un solo gemido alzó la cabeza, pero el polvo levantado por el mortero
que había reventado en la trinchera le impidió ver más allá de sus sangrantes
narices.
-¡Miguel…! ¡Ayúdame, me han herido, Miguel! –
la voz sonaba conocida.
-¿Jenaro? – logró balbucir Miguel, al tiempo
que un golpe de tos le producía un dolor insoportable a la altura de su
paletilla derecha.
-¡Miguel!
…¡Sí, soy Jenaro!… ¡Me desangro Miguel!
A
duras penas, soportando lo indecible, consiguió apoyarse en las manos, quedando
a cuatro patas. Un peso indescriptible le empujaba hacia el suelo, provocándole
nauseas. La cabeza iba a estallarle de un momento a otro.
Las
tinieblas provocadas por la explosión del proyectil iban desapareciendo dejando
a la vista un aterrador panorama de cadáveres despanzurrados y desmembrados. De
los siete que ocupaban la pequeña trinchera solo él y el escandaloso Jenaro
quedaban con vida.
Se
dejó caer a tierra y reptó empapándose con la sangre y las vísceras de los
muertos que la cubrían. Llegó hasta el herido que se sujetaba lloroso el
sangrante brazo izquierdo, tumbado contra la pared, sentado en el fango mezclado
con la sangre que manaba de su pierna herida a la altura del muslo.
-¡Me han herido Miguel! –dijo al verlo llegar
junto a él- En el brazo y en la pierna. No puedo moverme.
-Tranquilo
Jenaro, yo también he recibido lo mío – le dijo Miguel jadeando–. Esos fascistas
cabrones me han agujereado la espalda, pero no creo que sea grave…
-¡Ayúdame
Miguel! –gimió Jenaro-. Sácame de aquí.
Miguel miró con tristeza al joven de apenas diez
y siete años, que lloraba sin consuelo, moqueando incontroladamente. Le dio
pena, no tenía edad para morir en aquel sucio rincón junto al río Ebro. Tomando
un trozo de tela y un pedazo de madera le hizo un tosco torniquete en la
pierna, para detener la hemorragia.
Apenas
habían pasado unos minutos desde que recibieron la orden de replegar las líneas
hasta la otra orilla, cuando cayó el proyectil del mortero con su clásico
silbido esparciendo la muerte entre sus compañeros.
-Vamos chaval, haz un esfuerzo por levantarte
y te llevaré al otro lado del río, donde debe estar el hospital de campaña.
Y
dicho esto se irguió soportando un dolor
espantoso que le hizo apretar los dientes hasta hacerse daño y enrojecer su
rostro. Asió por el brazo sano a Jenaro y tiró de él, consiguiendo a duras
penas ponerlo en pie. Sujetándolo por la cintura, pasó el brazo del muchacho
sobre sus hombros y comenzó a arrastrarlo siguiendo el curso de la trinchera.
Los morteros continuaban cayendo un poco más alejados de ellos con sus
ensordecedoras deflagraciones, llenando el entorno de polvo, metralla y muerte.
Teniendo
las aguas del Ebro a la vista Jenaro se desmayó y Miguel, sin importarle el
dolor que atravesaba su pecho, cargó al joven sobre su espalda y se aprestó a vadear
al caudaloso río que, por suerte, bajaba escaso de agua, acompañado por el
tronar de las explosiones, las descargas de fusilería y el tableteo de las
ametralladoras. Y lo hizo por el mismo lugar por el que lo cruzaran cuatro
meses antes pero aquella vez en barcas y en sentido contrario. ¡Que distinto de
la otra vez, cuando el júbilo y la esperanza llenaban sus macutos!
Agotado
por el esfuerzo consiguió alcanzar la ribera donde lo auxiliaron algunos
camaradas que los ayudaron a salir del agua y los trasladaron hasta el hospital
de campaña.
Entre
brumas consiguió ver Miguel a los sanitarios que los recibieron y escuchar el
comentario de uno de los médicos antes de perder el conocimiento.
-No comprendo como ha llegado este soldado
hasta aquí con ese boquete en la espalda y arrastrando el cadáver de su
compañero.
-En estos
días se ven cosas inverosímiles y actos de loco heroísmo -comentó otro-. Llevadlo urgente dentro y veremos si podemos
hacer algo por él.
-¡Miguel,
coño! ¡Que te vas a joder las manos!
Aquel
grito le hizo volver a la realidad y sus oídos despertaron a los mil sonidos
chirriantes y estridentes de la fábrica.
El aviso llegó justo a tiempo y Miguel, en un gesto instintivo, pudo
apartar sus manos antes de que la gigantesca remachadora se las machacase.
-¿En que estabas pensando, jodido? –le recriminó
el encargado del taller- ¿Quieres quedarte tullido para toda la vida y perder
tu trabajo?
-Lo
siento señor Iturriaga, fue solo un
instante –intentó excusar su desatención-. No sé lo que me pasó…
-¡Anda
y pon atención a tu tarea o me veré obligado a dar parte! –le dijo sin excesiva
acritud, y se dio media vuelta marchando con su andar bamboleante a causa de
una cojera de nacimiento, que hacía moverse graciosamente el guardapolvo gris
que siempre llevaba puesto.
En el
fondo aquel hombre era una buena persona. Un convencido militante carlista, de
misa casi diaria, que vivió oculto durante los años de guerra en casa de la
hermana de Miguel y que intercedió por él para que entrara en la fábrica cuando
la maquinaria de la paz se puso en marcha. Miguel le estaba muy agradecido.
Por
un momento los recuerdos lo habían obnubilado y fue terrible evocar la negra
oscuridad, la noche que lo envolvió durante algunos días, una noche
impenetrable, la más oscura de todas, vacía, sin nada más que oscuridad, una
noche de la que salió llamando a María cuando la luz volvió a su ser. Pero
aquello estaba enterrado, oculto tras recuerdos más bellos más alegres, más
tiernos, o eso deseaba él.
Vació
su cabeza y prosiguió con su tarea, poniendo en ello los cinco sentidos. No
podía permitirse errores que le costaran un trabajo tan costosamente
conseguido.
Tuvo
suerte a la hora de comer, pues, como otras veces ya había ocurrido, dos de sus
compañeros compartieron con él sus magros bocadillos de pan negro. No todos
pero la mayoría eran buena gente, veteranos de una guerra perdida mil veces.
Camaradas de una rendición incondicional dictada por el deseo de sobrevivir.
-Todo ha terminado –les dijo el oficial-. El
gobierno ha huido y las tropas de los rebeldes han entrado en Madrid. Aquí ya
no hay por lo que pelear. Podéis marchar a casa o esperar a que lleguen los
fascistas y os hagan prisioneros.
Miguel,
todavía convaleciente por la herida de la espalda, tomó su máuser por el cañón
y lo golpeó con furia contra una piedra, partiéndolo en dos.
-Para
mí se acabó la lucha. Me vuelvo a Valencia –dijo con pleno convencimiento.
Y
salió de la trinchera, seguido por tres más que con él tomaron camino de su
hogar, atravesando caminos polvorientos, evitando los núcleos de población para
no encontrarse con nadie. Durmieron en una paridera en el monte donde se
llenaron de piojos y chinches.
Caminaron
sólo con la poca agua que les quedaba en sus cantimploras y sin comer más que
algunos frutos robados en un olvidado peral y unos nabos crudos arrancados de
la tierra.
Derrotado,
sucio, casi sin resuello, llegó Miguel dos días después de su partida ante la
puerta de la casa de sus padres donde, tras golpear la madera con la aldaba,
cayó de rodillas y comenzó a llorar.
Tres
meses más tarde entraba a trabajar en los talleres del ferrocarril gracias a la
influencia del carlista Iturriaga.
Todo
parecía tan lejano en el tiempo… y tan solo habían trascurrido cinco meses
desde que acabó la guerra.
Corrió
con la mano apretando el bolsillo de su cazadora, oprimiendo el sobre con la magra
paga, para alcanzar el tranvía y llegar justo cuando movía. Se hizo sitio como
pudo en la plataforma, empujando a los
que allí abarrotaban el transporte. Sonrió a una dama entrada en años que, con
aire ofendido por el empujón recibido, lo miró escrutadora de pies a cabeza
como analizando si aquel espécimen atrevido pudiera transmitirle alguna extraña
enfermedad con su contacto.
-Disculpe, señora –le dijo con amabilidad
Miguel esbozando una sonrisa, disculpándose por el empellón...
Con
gesto de soberbia, giró su cabeza la mujer haciendo caso omiso a su intento por
excusarse y ni se dignó a responderle.
Como
siempre, sentados en el exterior, en los topes de atrás, iban dos niños que no
tendría más de diez años, jugándose alegremente la vida entre risas y bromas.
Otro, montando una herrumbrosa bicicleta, se agarró a una de las barras del
lateral para ser transportado sin esfuerzo, mientras no lo viera el conductor,
claro.
En
las tres paradas siguientes, se vació bastante el tranvía y desaparecieron los
niños y el ciclista. Miguel se quedó en la plataforma, pues a la próxima debía
bajar. Subió un orondo sacerdote, con sus faldones negros, resoplando
congestionado y pasó hacia el interior del vehículo. Al verlo, una viejita
menuda vestida con ropas negras y con un cesto que mantenía sobre sus piernas
levantó de su asiento para cedérselo, Miguel pensó que el cura declinaría el
ofrecimiento pero, ante su sorpresa y la de muchos de los que en el vehiculo
iban, el sacerdote, con una leve inclinación de cabeza y sin dedicarle siquiera
una mirada, sentó sus posaderas dejando a la vieja de pie sonriéndole,
zarandeada por el movimiento del transporte mientras apretaba el cesto tapado
con una raído pañuelo de cuadritos negros y beiges contra su pecho, pasado el
brazo por el asa. Indignado, un hombre de mediana edad al que la plegada manga
de su chaqueta denotaba la falta del
brazo derecho, se levantó de inmediato de su asiento para cederlo a la
mujer.
-Siéntese
aquí señora –le dijo– Ya que por lo
visto el clero ha perdido su sentido del respeto y la educación.
Ni se
inmutó el gordo eclesiástico, que había cerrado sus ojos simulando dormitar. El
manco, sobre cuyo pecho destacaba la insignia de la legión, marchó murmurando
hacia la plataforma del conductor donde esperó la siguiente parada para
apearse, al igual que hizo Miguel.
Llegó
finalmente, aquella espléndida tarde del mes de septiembre, de retorno a su
hogar y lo primero que hizo nada más tocar suelo fue encaminarse a la anciana
florista que sentaba en la esquina con sus dos capazos repletos de flores, nardos,
margaritas, gladiolos y algunas rosas, para comprarle una de éstas, roja como
la enamorada sangre que le quemaba en las venas. Y con ella en la mano caminó
feliz hacia su hogar.
María,
asomada al balcón lo saludó con alegría. Sabía perfectamente a que hora aparecería
por la estrecha calle de vuelta a casa. Miguel le devolvió el saludo alzando la
mano con la rosa y le lanzó un beso, como siempre…
De
repente todo se agitó.
El
tendero que tenía su establecimiento frente a la casa de Miguel y María, salió
como una furia voceando mientras alzaba el puño.
-¡Al
ladrón! ¡Al ladrón!
Miguel
quedó parado mirando al pequeño que corría hacia él, sujetándose el abultado
pecho. Calculó que apenas tendría quince años.
-¡Al
ladrón! –continuaba gritando el tendero, desde la puerta de su ultramarinos.
No se
supo de donde apareció por detrás de él un uniformado agente esgrimiendo un
revolver en su mano derecha.
-¡Detente
o disparo! –avisó con voz agria. Y lanzó un tiro al aire.
Pero el muchacho no se detenía, se acercaba
veloz hacia Miguel con la cabeza gacha, ocultas sus facciones por una raída
gorra con visera.
Sonaron
tres detonaciones más.
La
primera bala, pasó tan cerca del oído de Miguel que pudo escuchar su agudo
silbido. La segunda impactó en la
espalda del joven ladrón que estaba a la altura de Miguel y que cayó sobre él.
En un gesto instintivo extendió éste sus brazos para recogerlo, reventando con
el abrazó los huevos que el hambriento zagal robara al tendero y que ocultaba
en su camisa. Los ojos del niño se clavaron en Miguel que no pudo reprimir un
escalofrío al reconocer en ellos la misma llorosa súplica que viera en los de Jenaro
cuando lo recogió malherido en la trinchera.
El
tercer proyectil golpeó con furia el pecho de Miguel haciéndolo caer a tierra,
con el joven en sus brazos, al tiempo que soltaba la rosa que voló por los
aires. Fue una caída lenta, eterna, hasta que primero su cuerpo y después su
cabeza, golpearon el empedrado suelo de la calle con un sonido sordo…
Su rostro
reflejó al tiempo el dolor, el espanto y la rabia. Acudieron a su mente en una
fracción de segundo, como fogonazos, los gritos de la lucha, las explosiones,
los lamentos, el olor a sangre, a sudores, a pólvora, a orines y miedo que
impregnaba las trincheras, las carreras, la lucha cuerpo a cuerpo, los rostros
angustiados por el terror, el silencio que sigue al ataque repelido, la
interminable espera, la muerte que llega sin avisar…
Sintió
los momentos de pasión abrazado a su amada, los besos, las caricias, el tórrido
aroma del sexo, el placer recorriendo cada célula de su cuerpo. Vio el rostro
de su querida compañera sonriéndole feliz, brillando sus ojos por la incontenida
alegría de volver a tenerlo a su lado… El dolor y el placer se mezclaron en una
sensación extraña que lo atenazó dejándolo sin fuerzas, flotando, ajeno a todo
lo demás…
Carreras,
voces, confusión.
Lejano
en la cercanía llegó hasta sus oídos el grito desgarrado de María, tan solo un
instante antes de que la vida escapara definitivamente de su cuerpo, a
borbotones, por la herida recibida. Y aquella noche conocida, la más temida, la
más oscura de todas, cubrió para siempre sus ojos…
F I N
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